Una historia que comienza el día en el que vi el documental Brainwashed: Sex-Camera-Power, de Nina Menkes. Fue entonces cuando realmente tomé conciencia de hasta qué punto todo lo visual está organizado para satisfacer la mirada masculina. Los dictados del patriarcado, el machismo, están presentes en nuestro día a día, en nuestras creencias, en nuestros gustos, en nuestras actitudes, en la música, en la publicidad… El cine no iba a ser menos. Y no solo en la estética o en el tipo de actrices que suelen ser contratadas, también en los planos, los encuadres, los roles… En todo.
Y fue doloroso descubrir hasta qué punto la mujer es sexualizada, objetualizada e infravalorada. Pero más doloroso fue darme cuenta de que yo había sido un agente activo en ese asqueroso trato a la mujer, que yo había participado en ese darle a la mirada masculina lo que demanda, poniendo a las mujeres (incluida yo misma) en un lugar que no es el que nos corresponde.
Con muchas de mis anteriores pinturas sentí que había colaborado con el machismo y me había degradado a mí y a mis congéneres. Obviamente, no soy inmune a lo que me rodea y he crecido absorbiendo toda una estética y un lenguaje visual machistas que, en mi absoluta ignorancia, he reproducido en mis obras. Me sentí asqueada, avergonzada… y algo más difícil aún de gestionar: perdida. Mi lenguaje visual ya no valía. Me había quedado en blanco y sin saber por dónde tirar. No es que tuviera un bloqueo artístico, es que me había quedado vacía, sin cimientos, a la intemperie. No sabía cómo plasmar imágenes, no sabía qué imágenes plasmar. El malestar crecía en mi interior porque cada día que pasaba más perdida me encontraba, pero a la vez más necesidad de pintar sentía.
Dudaba de mi mirada, pero quería expresar lo que me estaba pasando.
Una tarde, mi abatimiento llegó a su límite y, sin saber muy bien ni por qué hacía lo que estaba haciendo, me vestí con la ropa que tantas otras veces me había puesto, pero esta vez sintiéndola como una especie de disfraz-prisión que me oprimía. Me pinté los ojos y la boca sin ningún esmero, con odio, saliéndome del contorno de los labios y los ojos. Enredé mi pelo en dos trenzas que repugnantemente sentía que me infantilizaban. Puse la cámara en el trípode y me coloqué enfrente… Y, sin esperármelo, de pronto sentí que mi cámara era esa mirada masculina repulsiva que infravalora, que objetualiza, que trata a las mujeres como carnaza sexual a su disposición… Sentí todo ese peso sobre mí, sentí mil ojos agrediéndome y me ocurrió algo que jamás me había ocurrido…
Entré en una especie de trance moviéndome delante de la cámara, intentando expresar todas las emociones que iban desarrollándose en mi interior: vulnerabilidad, dolor, asco, abrumadora tristeza, abandono, claudicación… En ese momento, cuando sentí resignación ante todas esas emociones que me doblegaban, algo en mí se despertó y comencé a sentir una rabia descontrolada, enfado, odio… Y la agresividad me invadió, tomando una actitud de defensa y ataque hacia esa cámara que me observaba y que para mí había dejado de ser un objeto para convertirse en mil ojos machistas.
Durante la sesión, pasé por diferentes estados hasta terminar sintiendo una enorme fortaleza en la furibunda defensa de mí misma. Todas las imágenes de este proyecto ilustran ese proceso. Ilustran cómo una mujer se siente muchas veces en el lugar que nos han colocado y en el que yo misma me había puesto en anteriores ocasiones.
Estas imágenes son un sencillo grito a la mirada machista que dice “mirad, seguramente no os interese, pero así me hacéis sentir”. Estas imágenes tienen entidad propia de manera individual, pero también en conjunto; cuentan una historia: estamos agotadas, deprimidas, anuladas, tratadas como niñas, como muñecas, como carcasas, hundidas, abandonadas, atrapadas… Pero también asqueadas, enfadadas, rabiosas, y con ganas de defendernos con las entrañas, como valientes animales. Estas imágenes son la transformación desde el inerte ser, objeto de deseo, al sujeto fuerte y amenazante.